Volví a mirar por la ventana hacia la
calle vacía, el viento sacudía con fuerza las copas de los árboles y la
tormenta se veía llegar. Deseé que volviera, que todo lo que me había dicho era
mentira, que en realidad si me quería y soñaba construir una vida a mí lado,
como alguna vez me había dicho.
Paso la noche y el frío me congelaba
los huesos, él seguía sin venir. Pero tenía la esperanza de que apareciera en
algún momento, con su sobretodo negro, aquel que usaba todos los inviernos, lo
imaginaba doblando la esquina con su pelo bailando al ritmo del viento, su
media sonrisa decorando su bello rostro, sus ojos color café llegando
profundamente hasta mí, recorriéndome entera con la mirada.
Todavía recordaba los hermosos
momentos de pasión vividos en esta misma casa, esta que conseguimos los dos,
hace no sé cuánto tiempo. Nuestra relación no era una normal, de eso estaba
segura, cada uno tenía sus problemas y a veces no nos entendíamos, pero nos
acompañábamos incondicionalmente.
-Puedo acompañarte a ver tu padre, si
quieres –le había dicho hace ya unos años, cuando empezamos nuestra “relación”
o no sabía bien que era, su padre estaba internado y sabía que le dolía, por
eso decidí acompañarlo. Creo que ese fue el punto de inflexión en dónde
decidimos que comenzaríamos una relación seria, si es que podía llamarse así.
Nunca nos veían juntos, es más
nuestros amigos solo nos encontraban en fiestas, para el resto de la sociedad
nuestra pareja era casi inexistente. Pero nosotros tuvimos unos diez años
hermosamente juntos.
-Julieta, llegué –decía siempre que
llegaba del trabajo, yo siempre llegaba una hora antes que él y me preocupaba
en buscar algo que cenar. Pero como muchas noches, ese día decidí que íbamos a
pedir algo para comer. Al comentarle esta decisión me dedicó una de sus bellas
y grandes sonrisas, estaba raramente feliz, corrió hacia mí y me levantó
haciéndome girar en el aire mientras me abrazaba fuerte de la cintura.
No comimos, se no había hecho tarde,
dedicó sus horas libres para amarme, acariciarme y recorrer una y otra vez mi
cuerpo entero.
Lo extrañaba.
Me rendí, cuatro de la mañana y
decidí irme a la cama. Me acosté cómodamente entre las sábanas, estiré las
piernas y noté el vacío. Cerré los ojos, quería dormir profundamente.
5 a.m y Francisco estaba caminando rápidamente, se
había arrepentido de haberle dicho que estaba cansado de esa vida monótona. No,
sin ella él no tenía ni siquiera una vida. Podían cambiar, hacer cosas
diferentes. Se había planteado pedirle casamiento, ir de viaje juntos, formar
una familia. Quería que sus hijos fueran de ella y de ninguna otra, las
lágrimas corrían por su rostro. ¿Cómo había permitido decirle todas esas
mentiras absurdas que sus amigos le metieron en la cabeza?
Estaba a punto de cruzar la esquina para luego
doblar, todavía se la podía imaginar viendo por la ventana esperando verlo.
Ahora lo iba a ver, era tarde pero allí estaba, volviendo.
Cruzó rápido, tanto que ni siquiera vio venir esa
trafic a toda velocidad que lo chocó con fuerza lanzándolo una cuadra más
lejos. Él estaba cansado de su vida, y
se había dado cuenta que sin ella no tenía vida, pero ahora la vida se le
escapaba de las manos.
Me levanté de un salto, sentí una
presión en el pecho, una angustia irreparable. Necesitaba a abrazar a
Francisco, verlo doblar la esquina y que me besara como siempre lo había hecho.
Inevitablemente comencé a llorar, a llorar sin remedio, a llorar sintiendo como
el corazón se me rompía en mil pedazos.